sábado, 23 de mayo de 2009

Y... llegaba a mi funeral

Corría el año 1971, estaba en la Universidad de Yale cuando vi un aviso de la Sociedad para Patología de Invertebrados del país donde me encontraba, comunicando el III Coloquio Internacional sobre cultivo de tejidos de Invertebrados, que se realizaría en Smolo­nice, Checoslovaquia. El aviso era una invitación para los científicos que estuvieran usando cultivo de tejidos de invertebrados en sus expe­rimentos y estuvieran dispuestos a presentar los resultados obtenidos en esa reunión. Existía la posibilidad de que esa organización cientí­fica corriera con los costos del viaje pues querían estar representa­dos. Me gustó la idea sobre todo por la oportunidad de conocer esa re­gión que estaba prácticamente vedada al turismo, pues se encontraba de­trás de la denominada "cortina de hierro". Escribí mandando mis datos y el trabajo que tenía sobre el particular.
Nunca pensé que un experimento que era prácticamente rutina me die­ra tantas emociones en la vida. En realidad estaba trabajando desde ha­cía años con el agente causal de Fiebre Hemorrágica Argentina (Mal de los rastrojos), en el centro internacional de referencia para arbovirus. Hacía años que sabíamos que Junín no era un arbovirus, es decir un virus que cumple un ciclo biológico en un artrópodo, donde se multiplica, que en la mayor parte de los casos eran mosquitos o garrapatas. Cuando un virus era recibido en este centro, uno de los caminos que seguía, además de su estudio antigénico, era saber si multiplicaba en mosquitos, para lo cual había técnicas para inocular estos artrópodos y saber cual es­pecie era capaz de multiplicarlo. No es fácil inocular mosquitos, además de necesitarse instalaciones especiales y gente muy bien entrenada. Si bien tuve que aprender todas estas técnicas como becaria, me sentí muy contenta cuando un colega hindú comunicó que había conseguido, a partir de mosquitos Aedes aegypti y Aedes albopictus, líneas celulares para cultivos que se manejaban de forma similar o Hela o Vero o cual­quier otra de origen animal y lo más interesante de todo es que esta­ban siendo probadas en varios laboratorios y hasta ese entonces había una correlación absoluta entre la multiplicación del virus en el artró­podo y en la línea celular derivada de esa especie.
Sonia, una médica suiza jefe del laboratorio de cultivo de tejidos, cuando recibió las células me lo comentó y le pregunté si podía probar Junín en estos cultivos y con mucho gusto decidimos hacer el experimento. El resultado fue el esperado, es decir no hubo multiplicación de Junín en ninguna de las dos líneas celulares mientras que propagó perfectamente el control realizado con un arbovirus de mosquito. Mi misión en el Coloquio sería presentar estos resultados.
La Asociación contestó nombrándome delegada al mismo y una agen­cia de turismo se encargó de los trámites oficiales. En aquél entonces en los países detrás de la cortina, era necesario decir cuántos días pensaba quedarse uno en el país y debía pagar de antemano al gobierno por toda la estadía planeada para lo cual tenían una tarifa diaria, creo que eran quince o veinte dólares por día. Además había que salir por el mismo aeropuerto por donde se entraba pues retenían el pasaporte al llegar.
Salí de New Haven al aeropuerto Kennedy de New York, y desde allí
volamos a Europa haciendo escalas hasta llegar a Amsterdam, la capital de Holanda, donde debía cambiar el avión para ir a Praga. Fue en este vue­lo en donde a mitad de camino explotó un motor del avión; el estruendo fue tremendo y creíamos que nos íbamos a caer. Cuando logramos sobreponer­nos un poco, habló la azafata pidiendo tranquilidad y diciendo que había­mos tenido un desperfecto y no nos darían permiso de aterrizaje en Pra­ga por las condiciones en que estábamos, porque además del estallido del motor se había dañado el tren de aterrizaje. Debíamos de volver a Amsterdam en donde con un poco de suerte a lo mejor lográbamos llegar a des­tino y si lo hacíamos tendríamos problemas con el aterrizaje. La gente que al principio gritó descontrolada, logró reaccionar y con sus cinturones asegurados quedaron en sus asientos. Sólo una mujer cincuentona aparentemente histérica seguía gritando de manera tal que nos ponía nerviosos a todos; la pobre azafata ya no sabía qué hacer. Finalmente lle­gamos a Praga y empezamos a aterrizar con sacudones muy violentos. El avión parecía un caballo galopando sobre la pista, quedamos medio aton­tados. Para colmo cubrieron todo el avión con una espuma blanca que arro­jaban tanques de bomberos. El sonido de las ambulancias era aterrador. Yo ya no sabía si todo era realidad o estaba sufriendo una pesadilla. Tuve la sensación de estar enterrada viva dentro del avión, y era realidad, pero lo que estaba tapizando el avión no era tierra sino un compues­to químico blanco, de lo contrario nos hubiéramos quemado vivos allí mis­mo. Abordaron enseguida hombres de blanco que se llevaron en camilla a la histérica que seguía gritando y al cadáver de un señor que sin hacer escándalo se había muerto en su asiento; posiblemente de un infarto se­gún lo que dijo el comisario de a bordo.
Con la angustia pasada en ese aparato no veíamos la hora de bajar­nos, pero el comandante de la nave habló diciendo: los pasajeros a bordo ya fueron revisados al subir y no se puede contratar nuevamente ese ser­vicio de manera que quedarán a bordo del avión mientras se arregla el desperfecto.
Era cierto, era época de secuestro de aviones y atentados en todo el mundo de manera que la revisación era tan rigurosa que enferme­ras con guantes nos revisaban hasta la ropa interior y el cuerpo antes do embarcarnos. Dijo que tenían que cambiar motor, tren de aterrizaje y computadora y no podíamos bajar del avión y para colmo la azafata agregó: y tampoco salir de sus asientos.
Lo que no nos dijeron es que el arre­glo demoraría hasta el día siguiente. Estuvimos como 24 hs. sentaditos en el avión, nos servían gaseosas y sandwiches a pedido y nos ponían músi­ca. Me levanté para ir al toilette: quería asegurarme de estar viva y con capacidad de despegarme del asiento. Pensé, me hubiera hecho la histéri­ca y hubiera gritado como la otra y me hubiera salvado de este martirio.
Por fin me resigné. Estaba en un país extranjero, no conocía a nadie, ni siquiera el idioma que esa gente habla y después de todo estando den­tro del avión había gente y una compañía responsable para avisar a mis familiares si algo pasaba.
Traté de dormir, pero mis pensamientos no me dejaban; mi memoria me hizo visualizar toda mi vida en instantes y mientras con los ojos cerra­dos seguía pensando sobre mi suerte, llegaría a destino.
Por fin terminaron de arreglar el avión y el comandante anunció: vamos a despegar pero ya no podemos ir a Praga, salimos para Budapest donde todavía hay pasajeros esperando para abordarnos. Yo grité: voy a Checoslovaquia, debo bajar en Bratislava y me respondió: de Budapest va­mos a Bratislava y la dejamos. Era la única pasajera para Bratislava y el avión estaba lleno, un avión grande de pasajeros para vuelos internacionales.
Nos llevaron a Budapest (Hungría), bajaron pasajeros y subieron otros nuevos y desde allí fuimos a Bratislava (Checoslovaquia). Era un aeropuerto chico, bajé solita. Hablaba en inglés al empleado del aeropuer­to pero no me entendía. Me hizo seña con la mano que esperara y se fue. Vino un señor que en inglés me preguntó quien era. Le dije y le mostré mi pasaporte. Me dijo que ese congreso ya había empezado, que la comisión de recepción había estado todo el día de ayer esperándome hasta que se recibió la noticia de que el avión estalló en el aire y no llegué a Praga, me habían considerado víctima del accidente. Le conté lo que había pasado y me dijo: Smolonice es un castillo que está a unos kms.de acá, no tendrá transpor­te para ir. Permítame que la lleve yo mismo pues tendré que dar alqunas explicaciones. Fui yo quien comunicó oficialmente lo del accidente.
El señor, muy atento y puntillosamente vestido, que a pesar de ser checoslovaco hablaba perfectamente el inglés, me hizo subir en una limousine negra, flamante, y me llevó al castillo de Smolonice, lugar del evento.
El señor bajó y me pidió que esperara un momento, luego vino y abrió la portezuela de la limousine para que descendiera. A mi encuentro había venido Sonia que me dijo ¡We are doing your funeral! Norma! Are you alive? Me abrazó y detras de ella empezaron a aparecer científicos que yo ni conocía. Me tocaban, me besaban, me abrazaban mientras se oían las ex­presiones: Thanks to God! I can't believe! Norma, are you? Entonces apare­ció mi maestro, un español naturalizado americano que yo no sabía que es­taría en el Coloquio; estaba pálido y me dijo: explíqueme con detalles lo que pasó. Relaté lo sucedido y me dijo quédese acá ya regresará Sonia.
Sonia vino y me invitó a ir a la habitación que compartiríamos du­rante el evento. El castillo hacía también de hotel y lugar para conferen­cias, seminarios, etc. Era un viejo castillo medieval, reservado para reu­niones científicas. Cuando llegamos a la habitación me dijo: ahora quedate a descansar y dormí hasta mañana ¡Por favor, no salgas!
No me quedó mas remedio que descansar y dormir! Al otro día al despertarme Sonia ya estaba lista esperándome para ir a desayunar. El colo­quio continuaba y ese día nos tocaba presentar el trabajo, que leí sin inconvenientes y todo volvió a la normalidad. Ahora recuerdo que mi maes­tro y Sonia no habían programado ir a ese evento.

1 comentario:

  1. Hola Norma!, cómo estás?, recién leímos tu anécdota "Y... llegaba a mi funeral" y nos encantó!. Cuántas más tendrás tan interesantes como ésta, cosechadas a lo largo de tus incontables viajes.
    Desde Larroque esperamos que muy pronto escribas un extenso libro con tus memorias, tené en cuenta que el 1ro. de Diciembre cumplimos 100 años, y sería un hermoso regalo para la comunidad donde naciste y pasaste tu infancia. Mucha gente no conoce tus logros acá, y es una lástima!
    Te mandamos muchos saludos, cariños y muchas felicitaciones por tu blog, tus poesías y contribuciones a la ciencia.
    Te saludan afectuosamente Silvina, Daniela y Santiago.

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