sábado, 30 de mayo de 2009

El OVNI de Bariloche

Eran las 13 hs del día 4-8-95 y me encontraba observando el pro­grama de canal 9 de Bs As, "Almorzando con Mirtha Legrand" que se presentaba de Lunes a Viernes. Esa vez estaban como invitados, el pro­tagonista del avistamiento de un Objeto Volador No Identificado (OVNI), comandante Jorge Polanco. Era un hombre de mediana edad con su uniforme y corbata negra, camisa celeste un poco mas clara que sus ojos y con una expresión en su rostro, que no me cabe la menor duda que al informar decía la verdad. En sus 25 años de experiencias como piloto de aviación era la primera vez que se encontraba frente a este fenómeno desconocido para él pero no para otros aviadores que sabe­mos que han tenido vivencias semejantes en todo el mundo y desde ha­ce muchísimos años.
Otro invitado, el comandante Domingo Gaitán, de gendarmería, con su uniforme verde grisáceo, ojos marrones y corbata mas clara, beige, que en otro avión vio lo mismo que Polanco, ayudaba a revivir los hechos.
También fueron invitados un matrimonio que vive a 17 Km de la ciudad de Bariloche y fueron testigos oculares del hecho, visto desde otro ángulo y situación, los Cabral (Berta y Silverio). Ella es ama de su casa y él un formoseño ex-policía que vive desde hace muchos años en esa zona.
Completaba la mesa el Dr Antonio Las Heras, investigador sobre OVNI'S, contento porque sabía que este programa que tiene millones de expectadores haría mas creíble el tema que se presentaba: un OVNI avis­tado en nuestro país. Porque aunque parezca mentira hay gente que todavía no cree que existan. Mirtha, con una excelente conducción, cosa que le es habitual, trató de sonsacar cuanta información pudo.
Yo les voy a contar lo que me acuerdo de esta narración y agrega­ré lo que sepa de otras oportunidades para que no tengan una ignoran­cia supina, que es la que procede de negligencia en aprender lo que puede y debe saberse.
De lo que pasó en Bariloche se dedujo:
1- Nadie se asustó pero todos se sorprendieron,
2- El objeto fue visualizado por todos los in­formantes pero no captado por el radar del aeropuerto,
3- Fue percibido tanto desde tierra como desde los aviones en vuelo y aconteció como sigue:
Era el 31-7-95 cuando a eso de las 20 hs Bariloche se quedó sin luz. Los esposos Cabral van al mercado y al salir ven en el cielo algo muy luminoso, color naranja intenso, con rayos que se proyectaban solo hacia abajo. Por los costados del centro radiante, la luz era ver­dosa. Era noche de estrellas con luna que iluminaba poco y algunas nubes. En ese cielo volando a 31.000 pies el piloto vio cómo Bariloche se quedó sin luz y cómo, poco después, pero no simultáneamente, quedaba sin luz el aeropuerto que estaba iluminado con equipo electrógeno propio. Esto le impidió aterrizar por lo cual hizo un escape. Tenían que aterrizar entre las 20 y 20.30 hs con un Boing 727 de 88 tonela­das de peso, de mas de 50 metros de largo, con 102 personas a bordo. El comandante Polanco, con otros tres tripulantes observan un plato invertido luminoso a la derecha del avión. La torre del aeropuerto ma­nifestaba no tener conocimiento por instrumentos pero estar avistan­do una luz a 40 ó 50 metros del avión. Se veía la forma definida de plato sopero invertido pero la luz tan intensa impedía ver lo que había en la parte superior o visualizar algo en su interior.
El OVNI, completamente silencioso, poseía una velocidad superior a la que pueden alcanzar nuestras naves y además ascendió en ángulo recto, de 90°cosa que no logra hacer la tecnología a nuestro alcance hasta el día de hoy. El plato fue avistado en otros puntos del sur ar­gentino por habitantes de esa región de acuerdo a los llamados tele­fónicos que recibió el programa.
El mayor Oviedo a cargo del aeropuerto, muy excitado, ni bien des­cendieron los pasajeros fue a hablar con Polenco y los tripulantes, no cabían dudas de que habían visto lo mismo.
Yo me puse a pensar y recordé que en el "Metropolitan Museum" de Nueva York, USA, que es una colección completa de objetos ilustrativos de la historia y el arte desde sus comienzos hasta lo actual, vi en una de mis visitas, una cápsula de una nave espacial con su tripulante dentro, un humanoide de talla pequeña, como momificado,que había sido encontrado años anteriores a la exposición y no estoy hablando de ahora sino de la década del 60, y esa era una nave espacial tripulada con un ser diferente a las tres razas que poblamos el planeta tierra.
También recuerdo de esa década, que el Dr Escardó, nos contó que había ido a la Rca Oriental del Uruguay, en donde en un establecimien­to, "La Aurora", aterrizaban platos voladores. Mi hermano mayor años después me comentó lo mismo: le pedí que me llevara y fuimos. Los de la NASA ya habían estado y hasta dejado una placa de recuerdo. Las áreas de pastos quemados, bien demarcadas, que quedaban al despegar las naves, árboles partidos y otras observaciones y relatos de los cuidadores de la finca, no dejaban lugar a dudas en cuanto a la veracidad de los hechos. Incluso se nos paró el motor del vehículo y no pudimos avanzar a la hora que es sabido había fenómenos físicos que impedían la cir­culación, hecho que acaecía al anochecer. Menos mal que andábamos en casa rodante de manera que al día siguiente todo se normalizó y pu­dimos llegar a "La Aurora" recorriendo uno o dos Km que nos faltaba para llegar.
En otra oportunidad guardé en casa un pedazo de tierra modifica­da, mas negra y compacta, casi piedra; sacada del lugar de aterrizaje de un plato volador en Entre ríos. Claro que a esto me lo dio de recuer­do un señor que en Gualeguaychú se convirtió en seguidor de todos estos hechos. Me dijo que el terrón corresponde al lugar del aterriza­je de un OVNI sobre tres patitas que asientan sobre el terreno y la compactación de tierra tiene lugar al despegar el vuelo pues lanzan tanta presión que queman los pastos y comprimen la tierra en la cir­cunferencia correspondiente al área del plato. Ya ha habido varios ate­rrizajes en E. Ríos. El primero que recuerdo fue en Palavecino, en don­de el chacarero que estaba en el campo no sólo vio la nave sino que le robaron un animal de cada especie, un pavo, una gallina, un cerdo. No tenía razones para mentir.
Hace no muchos años, a mediados o finales del 80, mientras jugaba a la canasta con cinco familiares en mi casa del Gran Buenos Aires, recuerdo que estaban informando por los medios de comunicación que los aviones no podían aterrizar en el aeroparque de la ciudad porque habría una flotilla de platos voladores sobrevolando la pista. Yo insistía en que quería ir a verlos y los que estaban jugando me decían que quería interrumpir porque iba perdiendo. Les decía que escucharan y/o vieran lo que decían por televisión, que estaba encendida y yo observaba, y no hacían caso, estaban sordos para ese tema. Después salió en los diarios, pero el pueblo olvidó. Cada vez que hablan sobre el te­ma parece una novedad.
Cuando algo pasa, existen razones, aunque a veces las ignoremos, ¿Será que el ser humano siente esa perturbación angustiosa del ánimo por peligro real o imaginario, llamado miedo, y se defiende del mismo no grabando en memoria a la información que lo provoca? Además pienso que ese miedo es cerval, es decir grande y excesivo, en los organismos de defensa nacionales de todo el mundo y esa debe ser la razón por la cual no estamos mas informados como alumnos de escuelas y colegios.
Estamos ante un fenómeno que no se informa porque también lo desconocen quienes nos enseñan. Yo no sé si las naves son extra o intra terrestres. Todo parece indicar que tienen pista de aterrizaje en el Uritorco (Córdoba), en La Aurora (R del Uruguay). Que también hay fe­nómenos raros en el triángulo de las Bermudas del Caribe y quien sabe en cuantos lugares mas. También sabemos que hay mucha gente abocada a recopilar datos y documentación fehaciente sobre los hechos, que a veces publican libros y otras aparecen por televisión. Yo recuerdo a Favio Serpa hablando sobre el particular. Con todo esto que les cuento quiero decirles que el tema es fascinante y hasta existe la posibili­dad de que estas naves o algunas de ellas sean producto de alguna organización de nuestro planeta que ha descubierto nuevas tecnologías cuyo secreto se guardan. Pero si nosotros, los terráqueos ya hace años llegamos a la luna y actualmente estamos con satélites y estaciones espaciales realizando estudios de Marte y otros planetas ¿Por qué tenemos que pensar que somos los únicos seres inteligentes del universo?
¡Ah! Me olvidé de contarles lo que Le pasó al Sr Cabral la no­che que vio el OVNI. No pudo dormir porque la imagen del OVNI le quedó dentro de la cabeza ¡yo lo comprendo! A mí una vez me pasó algo pa­recido, hace pocos años, aunque yo desgraciadamente nunca vi un OVNI. Fue en una ocasión en que había conseguido un juego para mi computa­dora, el digger, que hasta hoy practico para ejercitar mi función cere­bral. Resulta que yo conseguí un disquette con el juego, pero no hubo quien me lo pudiera enseñar y no tenía las reglas del mismo. Entonces me esforcé por entenderlo por mí misma y practicaba viendo cuando me daba puntos, que eran esas bananas que aparecían de donde salían los diggers y cuando percibí que eran premios quise encontrar las claves del juego que otorgaba los mismos. Así, sin parar, practicando, estuve todo un día y hasta las cinco de la mañana del siguiente. Cuando quise dormir no pude aún con los ojos cerrados los diggers seguían corriendo en mi mente como si la pantalla del monitor se hubiera trasladado a mi cerebro. Me asusté porque creí que me iba a enloquecer, pero eso pasó y nunca mas llegué a propasarme en el uso de la computadora. Pienso que cuando una luz, como la del OVNI, es demasiado potente, o sin ser tan potente, uno se expone demasiado tiempo, como en la computadora, el cerebro en vez de archivar las imágenes en memoria, las deja dando vueltas en el circuito cerebral.
Este es el relato que les querría contar, como ven mi experiencia es escasa ¡Nunca vi un OVNI!, ¡Pero saben qué ganas que tengo de verlo! Pero no se palpan, ni se gustan, ni se oyen, ni se huelen. Hay una sola forma de percibirlos: verlos, observar el cielo, y yo soy tan casera que lo único que veo es el cielo raso. Las imágenes que he visto son tele­visivas, fotos y experiencias captadas por otros y eso me basta para saber que es cierto pues tengo conciencia de los límites de nuestros conocimientos, y sé que existen muchas, muchísimas cosas que escapan a mi saber y entender.

sábado, 23 de mayo de 2009

Y... llegaba a mi funeral

Corría el año 1971, estaba en la Universidad de Yale cuando vi un aviso de la Sociedad para Patología de Invertebrados del país donde me encontraba, comunicando el III Coloquio Internacional sobre cultivo de tejidos de Invertebrados, que se realizaría en Smolo­nice, Checoslovaquia. El aviso era una invitación para los científicos que estuvieran usando cultivo de tejidos de invertebrados en sus expe­rimentos y estuvieran dispuestos a presentar los resultados obtenidos en esa reunión. Existía la posibilidad de que esa organización cientí­fica corriera con los costos del viaje pues querían estar representa­dos. Me gustó la idea sobre todo por la oportunidad de conocer esa re­gión que estaba prácticamente vedada al turismo, pues se encontraba de­trás de la denominada "cortina de hierro". Escribí mandando mis datos y el trabajo que tenía sobre el particular.
Nunca pensé que un experimento que era prácticamente rutina me die­ra tantas emociones en la vida. En realidad estaba trabajando desde ha­cía años con el agente causal de Fiebre Hemorrágica Argentina (Mal de los rastrojos), en el centro internacional de referencia para arbovirus. Hacía años que sabíamos que Junín no era un arbovirus, es decir un virus que cumple un ciclo biológico en un artrópodo, donde se multiplica, que en la mayor parte de los casos eran mosquitos o garrapatas. Cuando un virus era recibido en este centro, uno de los caminos que seguía, además de su estudio antigénico, era saber si multiplicaba en mosquitos, para lo cual había técnicas para inocular estos artrópodos y saber cual es­pecie era capaz de multiplicarlo. No es fácil inocular mosquitos, además de necesitarse instalaciones especiales y gente muy bien entrenada. Si bien tuve que aprender todas estas técnicas como becaria, me sentí muy contenta cuando un colega hindú comunicó que había conseguido, a partir de mosquitos Aedes aegypti y Aedes albopictus, líneas celulares para cultivos que se manejaban de forma similar o Hela o Vero o cual­quier otra de origen animal y lo más interesante de todo es que esta­ban siendo probadas en varios laboratorios y hasta ese entonces había una correlación absoluta entre la multiplicación del virus en el artró­podo y en la línea celular derivada de esa especie.
Sonia, una médica suiza jefe del laboratorio de cultivo de tejidos, cuando recibió las células me lo comentó y le pregunté si podía probar Junín en estos cultivos y con mucho gusto decidimos hacer el experimento. El resultado fue el esperado, es decir no hubo multiplicación de Junín en ninguna de las dos líneas celulares mientras que propagó perfectamente el control realizado con un arbovirus de mosquito. Mi misión en el Coloquio sería presentar estos resultados.
La Asociación contestó nombrándome delegada al mismo y una agen­cia de turismo se encargó de los trámites oficiales. En aquél entonces en los países detrás de la cortina, era necesario decir cuántos días pensaba quedarse uno en el país y debía pagar de antemano al gobierno por toda la estadía planeada para lo cual tenían una tarifa diaria, creo que eran quince o veinte dólares por día. Además había que salir por el mismo aeropuerto por donde se entraba pues retenían el pasaporte al llegar.
Salí de New Haven al aeropuerto Kennedy de New York, y desde allí
volamos a Europa haciendo escalas hasta llegar a Amsterdam, la capital de Holanda, donde debía cambiar el avión para ir a Praga. Fue en este vue­lo en donde a mitad de camino explotó un motor del avión; el estruendo fue tremendo y creíamos que nos íbamos a caer. Cuando logramos sobreponer­nos un poco, habló la azafata pidiendo tranquilidad y diciendo que había­mos tenido un desperfecto y no nos darían permiso de aterrizaje en Pra­ga por las condiciones en que estábamos, porque además del estallido del motor se había dañado el tren de aterrizaje. Debíamos de volver a Amsterdam en donde con un poco de suerte a lo mejor lográbamos llegar a des­tino y si lo hacíamos tendríamos problemas con el aterrizaje. La gente que al principio gritó descontrolada, logró reaccionar y con sus cinturones asegurados quedaron en sus asientos. Sólo una mujer cincuentona aparentemente histérica seguía gritando de manera tal que nos ponía nerviosos a todos; la pobre azafata ya no sabía qué hacer. Finalmente lle­gamos a Praga y empezamos a aterrizar con sacudones muy violentos. El avión parecía un caballo galopando sobre la pista, quedamos medio aton­tados. Para colmo cubrieron todo el avión con una espuma blanca que arro­jaban tanques de bomberos. El sonido de las ambulancias era aterrador. Yo ya no sabía si todo era realidad o estaba sufriendo una pesadilla. Tuve la sensación de estar enterrada viva dentro del avión, y era realidad, pero lo que estaba tapizando el avión no era tierra sino un compues­to químico blanco, de lo contrario nos hubiéramos quemado vivos allí mis­mo. Abordaron enseguida hombres de blanco que se llevaron en camilla a la histérica que seguía gritando y al cadáver de un señor que sin hacer escándalo se había muerto en su asiento; posiblemente de un infarto se­gún lo que dijo el comisario de a bordo.
Con la angustia pasada en ese aparato no veíamos la hora de bajar­nos, pero el comandante de la nave habló diciendo: los pasajeros a bordo ya fueron revisados al subir y no se puede contratar nuevamente ese ser­vicio de manera que quedarán a bordo del avión mientras se arregla el desperfecto.
Era cierto, era época de secuestro de aviones y atentados en todo el mundo de manera que la revisación era tan rigurosa que enferme­ras con guantes nos revisaban hasta la ropa interior y el cuerpo antes do embarcarnos. Dijo que tenían que cambiar motor, tren de aterrizaje y computadora y no podíamos bajar del avión y para colmo la azafata agregó: y tampoco salir de sus asientos.
Lo que no nos dijeron es que el arre­glo demoraría hasta el día siguiente. Estuvimos como 24 hs. sentaditos en el avión, nos servían gaseosas y sandwiches a pedido y nos ponían músi­ca. Me levanté para ir al toilette: quería asegurarme de estar viva y con capacidad de despegarme del asiento. Pensé, me hubiera hecho la histéri­ca y hubiera gritado como la otra y me hubiera salvado de este martirio.
Por fin me resigné. Estaba en un país extranjero, no conocía a nadie, ni siquiera el idioma que esa gente habla y después de todo estando den­tro del avión había gente y una compañía responsable para avisar a mis familiares si algo pasaba.
Traté de dormir, pero mis pensamientos no me dejaban; mi memoria me hizo visualizar toda mi vida en instantes y mientras con los ojos cerra­dos seguía pensando sobre mi suerte, llegaría a destino.
Por fin terminaron de arreglar el avión y el comandante anunció: vamos a despegar pero ya no podemos ir a Praga, salimos para Budapest donde todavía hay pasajeros esperando para abordarnos. Yo grité: voy a Checoslovaquia, debo bajar en Bratislava y me respondió: de Budapest va­mos a Bratislava y la dejamos. Era la única pasajera para Bratislava y el avión estaba lleno, un avión grande de pasajeros para vuelos internacionales.
Nos llevaron a Budapest (Hungría), bajaron pasajeros y subieron otros nuevos y desde allí fuimos a Bratislava (Checoslovaquia). Era un aeropuerto chico, bajé solita. Hablaba en inglés al empleado del aeropuer­to pero no me entendía. Me hizo seña con la mano que esperara y se fue. Vino un señor que en inglés me preguntó quien era. Le dije y le mostré mi pasaporte. Me dijo que ese congreso ya había empezado, que la comisión de recepción había estado todo el día de ayer esperándome hasta que se recibió la noticia de que el avión estalló en el aire y no llegué a Praga, me habían considerado víctima del accidente. Le conté lo que había pasado y me dijo: Smolonice es un castillo que está a unos kms.de acá, no tendrá transpor­te para ir. Permítame que la lleve yo mismo pues tendré que dar alqunas explicaciones. Fui yo quien comunicó oficialmente lo del accidente.
El señor, muy atento y puntillosamente vestido, que a pesar de ser checoslovaco hablaba perfectamente el inglés, me hizo subir en una limousine negra, flamante, y me llevó al castillo de Smolonice, lugar del evento.
El señor bajó y me pidió que esperara un momento, luego vino y abrió la portezuela de la limousine para que descendiera. A mi encuentro había venido Sonia que me dijo ¡We are doing your funeral! Norma! Are you alive? Me abrazó y detras de ella empezaron a aparecer científicos que yo ni conocía. Me tocaban, me besaban, me abrazaban mientras se oían las ex­presiones: Thanks to God! I can't believe! Norma, are you? Entonces apare­ció mi maestro, un español naturalizado americano que yo no sabía que es­taría en el Coloquio; estaba pálido y me dijo: explíqueme con detalles lo que pasó. Relaté lo sucedido y me dijo quédese acá ya regresará Sonia.
Sonia vino y me invitó a ir a la habitación que compartiríamos du­rante el evento. El castillo hacía también de hotel y lugar para conferen­cias, seminarios, etc. Era un viejo castillo medieval, reservado para reu­niones científicas. Cuando llegamos a la habitación me dijo: ahora quedate a descansar y dormí hasta mañana ¡Por favor, no salgas!
No me quedó mas remedio que descansar y dormir! Al otro día al despertarme Sonia ya estaba lista esperándome para ir a desayunar. El colo­quio continuaba y ese día nos tocaba presentar el trabajo, que leí sin inconvenientes y todo volvió a la normalidad. Ahora recuerdo que mi maes­tro y Sonia no habían programado ir a ese evento.

lunes, 18 de mayo de 2009

El fantasma de la biblioteca

Ubiquémonos en la parte este de USA, la llamada Nueva Inglate­rra, en donde las mujeres consideradas brujas eran quemadas vivas hasta fines del siglo pasado*; donde lo misterioso aún perdura en museos como la casa de las brujas en Salem, lugar donde en el año 1620 desembarcó el Mayflower con los primeros colonizadores ingle­ses que vinieron a nuestra América con la aspiración de conservar sus principios religiosos. En esa región surgieron dos universidades muy famosas ya ancestrales: la de Harvard en la ciudad de Cambridge, estado de Massachusetts y la de Yale, en New Haven, Connecticut. Yo fui a esta última para completar mi formación. Como médica argentina fui a cursar Salud Pública, especializándome en Epidemiología.
Acostumbraba a usar una de sus hermosas bibliotecas, la de Me­dicina, en donde se podían ver desde incunables hasta las revistas recién publicadas en todos los rubros que incumben a este campo del saber.
El libro consultado en la oportunidad que les cuento era la última clasificación de virus aparecida, en el año que estaba cur­sando una de las asignaturas: Virología. Retiré el libro y me lo lle­vé al Harkness Hall, donde vivía. Anoté lo que me importaba y lo res­tituí cumpliendo con todos los trámites administrativos correspon­dientes.
Pocos días después encontré a uno de mis maestros preparando una conferencia y tenía en sus manos una edición anterior a la que yo había visto. La nueva tenía muchas modificaciones porque ese era un período en que el estudio físico-químico de los virus y la bio­logía molecular avanzaban tanto que las especies de virus se empe­zaban a agrupar en géneros y familias nuevas. Al verlo le comenté que ya había aparecido la nueva edición y que estaba en la biblio­teca. Mi maestro desapareció enseguida y al cabo de un buen rato, mientras me encontraba trabajando en el laboratorio, entró indigna­do y me dijo:
-No hay ninguna edición nueva de este libro en la bi­blioteca de Medicina. Insistí en que Ud. ya lo había visto y por las dudas registraron todos los archivos y dicen que nunca lo recibieron. Piensan que Ud. se debe de haber confundido de biblioteca. ¡Mire, yo ya perdí mucho tiempo y a ese libro lo necesito de manera que ma­ñana cuando llegue lo quiero tener acá!
Yo lo vi tan indignado y para colmo trabajaba en sus labora­torios que no me quedó mas remedio que volver a la biblioteca de Me­dicina porque yo no retiraba libros de otras.
Cuando llegué y pregunté al bibliotecario por ese libro, dijo:
-¡Oh no, otra vez! Ya vino un profesor y me hizo buscar por todo, no existe ni la ficha! Usted dice que lo retiró de acá y luego lo de­volvió? Debe estar confundida. Aquí no existe ni entrada para ese libro. Posiblemente lo haya retirado de la biblioteca de la Escuela de Salud Pública. Si quiere cerciorarse busque en los estantes por especialidades o sobre las mesas de los lectores.
Pasé horas buscando pues la biblioteca es inmensa. Volví des­corazonada a hablar con el bibliotecario y pedirle que me dejara ver las fichas porque yo no estaba confundida. En eso apareció a mi derecha un viejito con una pinta de profesor erudito y bondadoso que me dijo:
-Puedo ayudarla. Yo sé donde está. ¿Podemos pasar por acá?
Miré al bibliotecario y le repetí la pregunta:
-¿Podemos pasar por acá?
Había que levantar la tapa del mostrador que era a la vez la puerta del frente de su pequeño despacho. Me miró con ojos sorpren­didos y dijo
-¡Oh, sí! Y levantó la tapa.
Pasó el viejo profesor que dijo:
-Sígame.
Salió de ese pequeño despacho por la puerta trasera, luego fue por las escaleras al primer subsuelo y se dirigió al segundo subsuelo, en donde extendió la mano hacia un estante, tomó el libro buscado y me lo entregó cuando todavía yo estaba bajando la escalera. Por mirar si el libro era el que yo buscaba lo perdí de vista a este viejo profesor que se movió tan rápido que no lo pude encontrar.
Cuando volví hacia el despacho del bibliotecario mi alegría no tenía límites: en mis manos estaba el libro buscado y en el re­gistro de su primera página la fecha en que lo llevé y la de su retorno.
-Vio! Acá está el libro!, le dije.
El bibliotecario seguía con una cara de extrañeza que daba miedo
-¿De dónde lo sacó?- me dijo
-Del segundo subsuelo, de los estantes que tienen libros de grandes tamaños.
-Lo sacó Ud. o se lo dieron?
-Me lo dio el señor mientras bajaba por las escaleras
-¿Qué señor?
- El que se ofreció a ayudar­me, con el cual me autorizó a pasar por acá.
-Y cómo era?
- Pero si Ud. lo vio tan bien como yo! Lo ando buscando para agradecerle pues desapareció
-¿No sabe si se fue o está en la sala de lectura?
-Irse no se fue porque ésta es la única salida y por acá nadie pa­só; habrá ido a la sala de lectura. Yo no sé porque no he visto a nadie.
Recorrí la sala de lectura, todos los pisos de la biblioteca que a esa hora de la noche tenían muy pocos concurrentes y al no encontrar a mi benefactor volví al hall de entrada, me aseguré nue­vamente con el bibliotecario que el señor no había salido y me que­dé a esperarlo. Infructuosa fue mi espera: cuando se hicieron las doce de la noche decidí retirarme a descansar, aunque contenta pues te­nía el libro que buscaba.
A la mañana siguiente fui temprano al laboratorio, antes de ir a clase que comenzaban a las ocho hs., para poder dejar en el escri­torio de mi maestro el libro solicitado. Grande fue mi sorpresa cuan­do al llegar al laboratorio encontré al bibliotecario en la secre­taría y una de las chicas sale a decirme:
-¡You saw the ghost! He attend on you!
Yo me preguntaba ¿Habré entendido bien? Me dice que vi al fantasma y que él me atendió? Qué fantasma? Qué tenía que ver con todo esto la presencia del bibliotecario en secretaría? Me fui a la clase. Cuando regresé al laboratorio aprovechando uno de los recreos vi que mi maestro ya había llegado. El también me vio, me llamó y me dijo:
-Venga y déme detalles de cómo encontró el libro.
Se los di y pregunté:
-Por qué tantas explicaciones?
-Porque el biblio­tecario vino a disculparse conmigo y a decirme que la ficha del li­bro se había extraviado, que ese libro había sido colocado en estan­tes de un subsuelo en donde se colocan libros que exceden los tamaños regulares y que había sido Ud. quien durante la noche recibió en manos el ejemplar dado por el fantasma de la biblioteca. Ese fantasma ya ha hecho otras apariciones que se repiten desde el siglo pasado.
-Y Ud.qué quiere Dr.? Saber si mis datos coinciden con los que da el bibliotecario?
-No,queremos saber si sus datos coinciden con los conocidos para el fantasma de la biblioteca. El biblioteca­rio no lo vio. Se sorprendió con su pedido "¿Podemos pasar?", estando Ud. sola. Su respuesta y atención a alguien que él no veía y su inmediata aparición con el libro que al preguntarle de dónde lo sacó dijo que el señor que se ofreció a ayudarla se lo dio en manos mien­tras bajaba las escaleras pero que Ud. alcanzó a ver de qué lugar lo sacaba.
-Ud.quiere decir que a mí me atendió un fantasma! Para mí ha sido un viejo profesor de la casa que conoce todos sus secretos. Tenía una cara de bueno!
-Yo no digo nada. Solo averiguo, a pedido. Gracias por el libro.
Quedé estupefacta y até cabos: apareció de improviso sin ningún ruido o movimiento perceptible. No dio lugar a introducciones como me hubiera gustado y se acostumbraba. Sabía todo. Desapareció en el instante en que traté de ver el título del libro y desapareció como vino: sin que ninguno lo viera. ¿Por qué en todo el rato que estuve esperando para agradecerle el bibliotecario sólo me miraba de hito en hito con los ojos grandotes y no me hizo ningún comentario? A estos últimos solo los hizo en mi lugar de trabajo y a mis compa­ñeros de clase. Todos me acosaban: You saw the ghost, tell us something about it! Yo solo debo confesar que no conocía la leyenda, que si hubiera pensado que era un fantasma quizás me hubiera desmayado. Si a eso llaman fantasma debo decir que era un ser encantador, un viejito que inspiraba ternura, con expresión de bondad y paternalismo, que solucionó mi problema y me dejó un profundo sentimiento de gratitud que al no poder transmitírselo, me lo dejó en el alma.
Gracias, Señor Fantasma!

*Escrito en el año 1992, siglo XX.

domingo, 10 de mayo de 2009

Respetado por las langostas

Pasé la niñez en mi pueblo natal, Larroque, perteneciente a la querida Pcia. de Entre Ríos. Era pueblo mas que nada de agricultores y hacendados. Tanto los unos como los otros necesitaban del verde de sus campos que periódicamente se veían acosados por mangas de langostas. Los lugareños hablaban de siete años de buenas cosechas seguidos de otros siete de desastres producidos por la acción deso­ladora de las langostas.
Yo las recuerdo llegar al pueblo por la ancha avenida al fren­te de mi casa. Formaban una nube inmensa oscura, a ras de tierra, que venía acercándose. Eran mangas formadas por millones de insectos marrones, con alas y unas patas larguísimas como cremalleras. Se po­saban en todo lo verde que quedaba tapizado de marrón y luego se­guían su viaje arrasando con todas las plantas y hojas de arboles. Los pobres agricultores en minutos veían como desaparecían sus plan­tas de trigo, lino o cualquier otro cultivo necesario para obtener sus cosechas de granos con los cuales solventaban los gastos de toda la familia. Cada llegada de langostas era una tragedia. No se sabía ni de donde salían ni adonde iban. Pero sí vi un año en donde la plaga fue tan avasalladora que hasta agricultores fuertes se anotaron en la Municipalidad (entonces Junta de Fomento) como matalangostas para terminar con el problema. Les ponían barreras de zinc en el camino de las mangas y cuando éstas quedaban atrapadas las fumigaban y quemaban.
Cerca de uno de las tapiales de casa, que lindaba con la casa vecina había un duraznero que daba frutos inmensos del tamaño de los que se vendían en almíbar, enlatados; tan comunes como postres en aquellos tiempos. Al lado de ese duraznero que yo tanto quería porque me podía elegir duraznos para comer al pié del árbol, había crecido un paraíso que se desarrolla tan rápido que en poco tiem­po hacía mas sombra que el duraznero por lo cual mi madre lo dejó crecer. Pero cuando el paraíso creció, casi pegado al duraznero algo debió pasar porque los duraznos fueron incomibles, tenían gusto a paraíso.
A pesar de mis pocos años de vida puse empeño en que sacaran el paraíso. Fue inútil, a mis familiares les interesaba mas la som­bra del paraíso. La fruta en esa época y región era baratísima, las compraban por bolsas o por cientos en las chacras de Gualeguay o Gualeguaychú, que son ciudades vecinas.
En mi mente infantil consideraba que el paraíso había envene­nado al duraznero y cada vez que en algún lugar veía un árbol seco o que estaba muriendo, pensaba ¡Por qué ese y no el paraíso que en­venena el duraznero de casa!
Un día que llegaban las langostas y vimos la manga aproximán­dose nos ordenaron ¡Gurises, adentro, que viene la langosta! Y nos llevaron a los chicos dentro de la casa. Las langostas invadieron todo. A través de los vidrios veíamos todo marrón, tapizado de lan­gostas.
Al día siguiente, cuando nos dejaron salir estaban todas las plantas y árboles pelados, no habían dejado una sola hoja para ver, excepto el paraíso que estaba intacto. Mi indignación no tenía lí­mites ¡Justo el árbol que quería que se comieran, fue el que quedó intacto! Ni las langostas lo quisieron. Pero a mí no solo me indig­nó el hecho, sino que me llamó la atención. Y me fui al negocio don­de estaba mi papá dialogando con un amigo. Al verme me preguntó ¿Qué haces aquí hijita? Qué pasa?
-Papá, las langostas respetaron el pa­raíso que yo quería que se secara, y al otro, grandote, también.
-Y por qué querías que se secara el paraíso?
-Porque envenenó al duraznero.
-Y cómo sabes que lo envenenó?
-Porque ya no puedo comer la fruta, tiene gusto a paraíso.
El amigo de papá dijo: ¡Qué observadora que es la nena! En ca­sa tampoco pelaron los paraísos, fueron los únicos que se salvaron, debe ser veneno para las langostas también, la naturaleza es sabia.
Y allí escuché a mi papá que contaba: Y pensar que a los paraí­sos, eucaliptus y gorriones que tanto abundan acá los importó Sar­miento. Habrá sabido que a la sombra de los paraísos no la quitan ni las langostas?
El amigo de papá dijo: yo lo conocía por árbol santo o laurel griego mi señora lo llama "lila de las Indias", porque cuando están cubiertos de flores se los vé de ese color. Mis chicos hacen colla­res para jugar con el centro de las flores. A mí me gusta el olor a paraíso, es el olor de mi casa, tengo muchos en mi patio mi placer mas grande es tomar mate a la sombra de los paraísos. Si hasta a veces pongo un catre bajo los paraísos para dormir la siesta, allí tengo sombra y aire puro.
Bueno hija, viste, las langostas respetaron los paraísos y es una suerte, eso quiere decir que las vacas no se quedaron sin sombra porque en esta zona es el árbol que mas abunda. Ahora andá con tu mamá que debe estar buscándote.
Al año siguiente el duraznero se había secado. Entonces sí, lo sacaron y yo ya había aprendido a gozar de la sombra del paraíso y a hacer collares también. Si después de todo era un árbol extra­ordinario ¡Había sido respetado por las langostas!

De mi colección "Mis cuentos que son anécdotas"

viernes, 1 de mayo de 2009

Eran grandes medallones

Pasó en el Norte de Brasil, en plena selva amazónica, donde los caboclos hablan una lengua mezcla de portugués con vocablos indígenas por lo que a veces no estaba segura de comprenderlos. Ibamos a un cam­pamento construido por el ejercito cuando hacían la carretera transamazónica, que nos habían cedido para realizar los estudios epidemio­lógicos de una enfermedad hemorragica aparecida en Altamira y alrede­dores.
El equipo que me acompañaba estaba constituido por un grupo de brasileños entre los que se encontraban un entomólogo, un ornitólogo, un zoólogo y un cocinero que salieron el día anterior al de mi parti­da, seguramente para hacer habitable los tinglados y contratar a un cazador de la zona para que nos proveyera de carne para nuestra ali­mentación durante la estadía.
Salimos de Belén, de Pará, estado del norte brasileño en un taxi aéreo conjuntamente con un contraparte local durante mi consultoría, que era una epidemióloga brasileña, y volamos desde allí hasta Altamira, pasamos la noche en el hospital local.
Al otro día vinieron a buscarnos en un jeep, subimos mi contra­parte, una técnica y yo, que junto con el chofer compartíamos un largo viaje a través de la carretera polvorienta que habían abierto a tra­vés de la selva. Estoy hablando de los primeros años de la decada de 1970. Ibamos hacia el campamento de investigaciones epidemiológicas donde planeábamos estar una semana buscando artrópodos y pequeños animales que pudieran portar el agente causal de la enfermedad.
Mientras viajábamos en jeep me contaron que había que bañarse en un río lleno de lampalaguas y que por sanitarios tendríamos un pequeño pozo circundado con troncos que estaba alejado de los tingla­dos. Para ir había que hacerse acompañar con un soldado de escolta (el ejército nos había provisto de dos o tres) pues había muchas ví­boras y una onza cebada pues ya se había comido uno de los soldados hacía unas dos semanas. Yo me reía, pues creí que me estaban cargando, y además dije que no me preocupaba pues no pensaba bañarme en el río. Pregunté que son las lampalaguas que decían que allí abundan: me con­testaron que son grandes serpientes que hay en esa región amazónica que son capaces de enrollarse rápidamente en un humano o un animal grande y lo aprietan hasta matarlo, son en realidad boas constrictoras.
Gioberta, mi contraparte, me aclaró que aunque no quisiera me iba a tener que bañar en ese río pues no había otra forma de higienizar­se y que llegaríamos tapizados de polvillo, pero que no tuviera miedo pues ella me iba a acompañar y además estaría la custodia, que eran dos soldados, cuidándonos.
Mientras tanto continuábamos nuestra ruta el jeep levantaba un polvillo rojo que nos asfixiaba y yo me limitaba a escuchar los comen­tarios que los brasileños hacían entre ellos: que los taxis aéreos tenían prohibido volar después de las 16 hs. pues si caían en la sel­va ya no tenían tiempo de encontrarlos; fue por acá que las excavado­ras sepultaron vivos a una mujer y los chicos que iban en un carro. Cuando se percataron del accidente decidieron dejar todo ahí porque hasta que los pudieran desenterrar iban a estar muertos por asfixia. Entonces pregunté ¿Y los caballos? Al igual que los humanos también quedaron bajo toneladas de tierra, fue por acá.
A medida que pasaba el tiempo vi como mis acompañantes se iban convirtiendo en esculturas de terracota. Es que ese polvo rojo del ca­mino se pegaba en la piel transpirada por el calor, y en las ropas, de manera que a poco de andar les blanqueban los dientes cuando reían y también las escleróticas de sus ojos abiertos. Me di cuenta que yo también tenía que estar así y la distancia era de tres o cuatro horas. Me empecé a inquietar, la sensación de la piel así tapizada, que ya no puede perspirar da una sensación muy desagradable, de asfixia, es so­focante. Gioberta me dijo: vas a ver que cuando lleguemos no te van a importar las víboras y te vas a bañar en el río, porque no hay elec­ción, o dejas respirar la piel o te morís.
Fue cierto, ni bien llegamos fuimos desesperadas al río a bañar­nos, con dos soldados armados de escolta. No lo pude creer, parecía un criadero de víboras gigantes. Un soldado disparó con su fusil y nos hizo un claro para que nos bañemos Gioberta y yo. Nunca me bañé tan
rápido ni con tanta desesperación, a dos o tres metros a la redonda ya estaban las víboras arrolladas algunas, extendidas otras, cuan lar­gas eran. Gioberta me dijo que me apurara y no mirara, que quienes mi­ran y cuidan que no nos ataquen son los custodios que saben hacer su oficio. ¡Oh, Dios, creo que nunca me vi en una situación peor! Era todo cierto, hasta lo del retrete.
Ni bien terminamos de bañarnos nos acompañaron al tinglado que tendríamos como vivienda, estaríamos una semana y para cada uno había una hamaca paraguaya o coy para dormir, cada cual con su mosquitero. La escolta se tenía que turnar para dormir pues debían hacer guardia nocturna culpa de la onza cebada que merodeaba el campamento. General­mente quedaban siempre dos hombres despiertos, siempre un técnico acom­pañaba a un escolta porque el peligro era real.
Para alimentarnos habían llevado fideos, arroz, porotos y todas aquellas cosas que podían conservarse a temperatura ambiente. No te­níamos heladera y con el calor de la zona era necesario procurar la carne día por día.
En esa selva tupida con arboles gigantes y lianas cazar no es tarea fácil. Mirando desde el suelo, de los árboles solo se ve parte de sus troncos tapizados de lianas y mirando hacia arriba sus copas se ven como un cielo enverdecido, confundiéndose con él.
Uno de los tinglados correspondía a la cocina, allí estaban los productos que custodiaban a temperatura ambiente, las cacerolas y pa­rrillas, vasijas con agua hervida que se sacaba del río y permanente­mente fuego encendido con leños que recolectaban en la zona.
Un día nos encontrábamos comiendo sentados alrededor de una me­sa en el tinglado y viene el cazador a decirme algo. Yo, que estaba en­tretenida en comer ese guiso de arroz y grandes medallones con salsa de tomates creí no comprender lo que me decía. Le pregunté a Gioberta ¿Quién es este hombre armado? Y me dice: el cazador. Le entendí que me pide disculpas porque hoy no tuvo suerte, mató un pájaro pero se le cayó en la selva y no ha podido traer carne a nuestra mesa.
-Sí, entendió bien, eso dijo.
Pero yo estoy comiendo carne, por eso no entiendo.
-Pero a esa carne no la trajo él, sino el cocinero. Es una lampa­lagua que mató porque se le metió en el tinglado. Mira la columna, allí
enfrente, la del medio, del tinglado donde está el cocinero, ha puesto el cuero a secar.
Miré el cuero extendido, luego la forma y tamaño de los medallo­nes que estaba comiendo, exquisitos a mi gusto, bien aderezados y com­prendí todo ¡Estaba comiendo víbora! Sentí como si se me hubiera ce­rrado la boca del estómago. Un estado nauseoso me invadió y por razo­nes psicológicas que no sé explicar no volví a comer mas que galletitas en los días que restaron de mi estadía en ese campamento.
Cuando regresé a Belén conté a uno de mis amigos brasileños lo que me había pasado. El también era médico y hacía investigaciones. Me dijo: yo tuve una experiencia peor. Cuando vino un americano a pro­bar la vacuna contra sarampión en una tribu autóctona de la región tuve que acompañarlo. Fuimos a un lugar donde hacía un tiempo había ido un misionero a enseñar a cocinar los alimentos. Los indios hacían fuego, colocaban una olla y metían un mono entero con tripas y todo a cocinar. La olla resultaba chica y por la parte de arriba asomaban la cabecita y las manos del mono en posición suplicante. Parecía un niño pequeño implorando. Estuve una semana y durante todo ese tiempo lo único que pude comer fueron bananas y cuando llegué no podía ni ver las bananas, hasta que por suerte superé el problema.
Me quedé pensando ¡Qué complicada es nuestra mente! Si después de todo eran grandes medallones con gusto a guiso. Por qué me afectó tanto? Si hubiera cambiado la imagen mental que formé y pensado, por ejemplo en las hermosas arenas rosas del Tapajoz, afluente del Amazonas, que también tuve oportunidad de ver en ese viaje, quizás no hubie­ra reaccionado así. Hoy las serpientes son exquisiteses exóticas de restaurantes caros.

Publicado en Antología SADE Delta Bonaerense: "Nosotros y nuestros invitados". Págs 95-100. Septiembre del 2001.