martes, 23 de junio de 2009

Le llamaban Botafiera

Hay relatos que se transmiten de generación en generación y forman parte del acervo cultural de nuestros pueblos. Ellos nos dan a conocer la personalidad de gente que como nosotros habitó esas regiones y las vivencias y experiencias pasadas en esos parajes en épocas de movilización por tracción a sangre, de gente con gran sentido del honor y la justicia, donde la palabra era documento. La vida era muy dura especialmente para la gente de campo que caminaba por pajonales espinosos, llenos de cardo y espinillos, por lo cual era común que la gente adinerada anduviera con botas en vez de alpargatas.
El personaje que nos ocupa era un hombre pintoresco, estanciero, recio y decidido a dar la vida por sus ideales. Calzaba botas de cue­ro de potro con espuelas de plata que se las hacía uno de los famo­sos plateros de Gualeguaychú que había sido tío de un primo de mí ma­dre que también vivía allí, en esa ciudad, aunque este último era pro­fesor y regente de una escuela secundaria.
Mi personaje, el de las botas de potro, tenía su estancia en Pehuajó Sud, también en Entre Ríos. Cada vez que voy desde mi pueblo natal hasta la ciudad de Gualeguaychú pasando por la capillita que está a orillas del arroyo Pehuajó, me acuerdo de este hombre al que jamás vi ni conocí sino a través de las narraciones de mis mayores. Sus botas de potro, resistentes y con espuelas eran tan útiles como anties­téticas por lo cual apodaron a quien las usaba con el mote de "Bo­tafiera", porque en mi zona, los gauchos a lo feo le decían fiero, con su femenino, fiera, y las botas eran buenas pero feas.
Botafiera era un hombre generoso, estanciero recio, de buena fa­milia y deseoso de conocer todo lo nuevo que podía hacer progresar la región o la cultura de él o sus conciudadanos. Por eso un día de­cidió ir al teatro de Gualeguaychú a ver la representación de "Faus­to" realizada por una compañía argentina, que hacía giras por el in­terior del país. Gualeguaychú entonces ya tenía el edificio que fun­ciona como cine y/o teatro que hasta nuestros días es orgullo de la ciudad por su belleza y acústica. Botafiera había reservado su palco para ver la obra, lo mas cerca posible del escenario y no faltó al estreno de la misma.
Durante la presentación de Fausto, Botafiera seguía atentamente la representación, se posesionó de tal forma de lo que estaba viendo que para él era una realidad y no ficción. Cuando el diablo apareció en escena, envuelto en su capa y blandiendo un tremendo sable para increpar al doctor, un tremendo bulto, como si fuera un aerolito caído del cielo apareció en el escenario. El bulto resultó ser un hombre, que al aterrizar en la tarima con sus botas de potro, hizo temblar al escenario y también a los expectadores por el susto. El inespera­do actor, sacando su facón, enfrentó al diablo y le dijo:
-"Yo no voy a permitir que Ud. trate así al doctor ni a ninguna persona de por aquí! Sabe?
El pobre actor que hacía de diablo, huyó despavorido por la misma puerta usada para entrar, por temor a que lo maten.
Los expectadores que enseguida se dieron cuenta que el héroe defensor era Botafiera que de un salto desde el palco irrumpió en el escenario, aplaudieron y rieron a mas no poder. El telón cayó, se dio por terminada la función y este debut fue la mejor propaganda que tuvo la compañía teatral para llenar la sala en funciones pos­teriores.

viernes, 12 de junio de 2009

Por falta de kindergarten?

Me encontraba escribiendo "Mis cuentos... que son anécdotas" cuando tocaron el timbre. Era uno de mis hermanos que llegaba por asunto de negocios a Bs. Aires y de paso iba a pasar el fin de semana conmigo. Cuando le comenté lo que estaba haciendo exclamó:
- ¡Te acordas cuando boleaste a un perro! A eso ¿También lo vas a contar?
-Y por qué no, le dije, si son recuerdos de mi infancia.
Y pensé que sería bueno escribirlo y hoy empecé así: Yo tendría cuatro o cinco años pues todavía no iba a la escuela primaria que en aquel entonces comenzábamos a los seis años. El jardín de infantes no se conocía en mi pueblo ni en muchas otras ciudades en aquella época. Los niños jugábamos con nuestros hermanos y vecinos del barrio a las escondidas, piedra libre, pallana con sus hoyos, puentes, cambiaditas, a la rayuela, a las bolillas o cuando nos mandaban adentro al ludo, ta-te-tí, dados o damas. Cuando llovía jugábamos con mis tías a las cartas: al burro, al culo sucio, al desconfío o al pinche. Cuan­do mi padre nos reunía para entretenernos era para enseñarnos a su­mar y calcular. Con él jugábamos a la escoba, al truco y al tute con codo con los naipes españoles y al pocker con los ingleses. Yo no sa­bía ni lo que era un número quince pero sabía que con un caballo y un seis o un rey y un cinco podía levantar una baza. A través de las figuras nos daban los valores asignados y nos decían: aquí la sota es ocho, el caballo 9 y el rey 10, independientemente de lo que tengan escrito. Cuando eramos muchos jugábamos a la lotería.
Pero claro, no siempre llovía y cuando no habían nacido mis dos hermanos menores, los cuatro mayores eramos tres varones y yo. A ellos les gustaba jugar a la guerra con soldaditos, a los indios, a los aros que hacían rodar con un alambre doblado en la punta, o con zancos, se­gún las épocas.
En el tiempo que les relato tenían el berretín de jugar a los indios. Hacían sus hondas o gomeras, sus arcos, sus flechas y sus bolea­doras. Y en realidad aunque quería jugar con ellos solo me lo permitían cuando estaban solos. Si llegaban otros chicos del barrio a mí me echa­ban y me decían:
-Ud se va a casa, no juega.
Y generalmente me limitaba, a observar a mis hermanos cuando jugaban con los otros.
Pero yo no quería ser menos. Ya sabía como hacer todo y donde encontrar los elementos necesarios para hacer las cosas. Un día tomé piola de pescar con la cual hice una trenza larga, de mas de un metro y le até en cada extremo una taba. Las tabas eran huesos de las patas de los animales, los astrágalos, que se usaban para jugar a la taba y que mis hermanos habían traído en cantidad de la carnicería vecina. En fin, construí una boleadora y me dispuse a probarla y también a probar mi puntería. Busqué a donde apuntar y por la distancia y ubi­cación me venía muy bien una canilla que había en el patio, tenía un caño alto y recto que se elevaba como un metro desde el suelo.
Comencé a rebolear mis boleadoras y cuando las iba a lanzar vi un perro que se metió en el patio pero no me quedó mas remedio que arrojarlas porque el impulso que habían tomado era superior a mis fuerzas. Tuve puntería pues las boleadoras se enroscaron en el caño vertical, pero envolvió contra la canilla al perro con sus patas tra­seras en paralelo al caño en forma tal que quedó atrapado. Yo no pude gozar de mi buena puntería. La arruinó el perro que empezó a aullar de tal manera que me desesperó y asustó. No me animaba a auxiliar al perro con su boca abierta y grandes colmillos que gemía, aullaba y ladraba cada vez mas. Empecé a gritar:
- ¡Papá! ¡Papá!
Enseguida se llenó de gente, toda mi familia, los que estaban en la casa y el negocio, entre ellos el dueño del perro, fueron atraídos por mis gritos y los del animal.
Cuando llegó mi padre y vio la situación dijo:
- ¡Pobre perro! ¡Decime cual de tus hermanos fue!
- Fui yo, papá!
-¿A quién estás protegiendo? ¡Decime quién fue!
El dueño del perro corrió a liberar a su animal que salió dis­parando y los curiosos desaparecieron. Mis familiares querían saber quien fue. Yo lloraba desesperada diciendo que no le tiré al perro sino al caño de la canilla. La muchacha que trabajaba en casa dijo haberme visto trenzando las piolas y mis hermanos estaban tan incrédulos como mi padre.
Mi madre dijo:
- Debe haber sido ella nomás, como dice, si los otros chicos no estaban acá.
En mi desesperación le tironeaba la manga del pantalón a papá diciendole que yo sola hice y tiré las boleadoras ¡Todos reían a car­cajadas! Hasta mi padre que era tan serio cuando hacíamos travesuras. Por fin,cuando se dio cuenta que era cierto, me alzó para que dejara de llorar, me sonó la nariz y me secó la cara con su pañuelo y dijo:
- ¡Mira la chiquitita! Pero vos no tenes la culpa. Fue el perro que confundió el caño de la canilla con la parte de atrás de un árbol. Y mirando a mi madre dijo:
- Viste, eso pasa porque aquí no hay kindergarten. Vos qué estabas haciendo?
- Yo le estaba bordando un vestidito a la nena
- ¡Mira qué nena! Boleando perros, parece un marimacho.
Mi tia Orfilia que estaba presente dijo:le voy a enseñar a tejer y mirándome amenazó: si no aprendés te voy a llamar Juan Ramón La Cruz González, en vez de Norma Mettler.
Bueno, dijo mi padre, encima debo agradecer que no le pasó nada. Me llevo las boleadoras de recuerdo. Vos no usás más estas cosas. Des­de ahora en mas aprenderás a bordar y tejer y mirando a mi madre y mi tía dijo: y tengan cuidado con las agujas. Es muy chiquita, a ver si se ensarta una aguja de tejer todavía.

viernes, 5 de junio de 2009

Sí... daba de comer al gato

Pasó hace años, en el partido de San Isidro, Pcia. de Buenos Aires. Se­guía mis pasos acostumbrados para tomar el colectivo 60, desde mi casa en Martí­nez hasta la Avenida Santa Fe. De pronto quedé estátita, casi tropiezo con una mujer que muy apresurada salía hacia la vereda de su casa. La mujer, que casi me atrepella, como gesto de disculpa sonríe y me dice: estoy por dar de comer al gato. Al oirla pensé, entendí mal o esta mujer no está en sus cabales. LLevaba un mantel de cuadros todo abollado y apretujado en sus manos, como si termina­ra de levantar la mesa de desayuno y miraba hacia la ventana de su casa que estaba abierta. Seguí unos pasos y luego me di vuelta pensando que quizás esa mujer me conocía y yo no me había dado cuenta o que había dicho otra cosa y oí mal. La interrogué: -Perdón, qué dijo?
-Que le voy a dar de comer al gato: mire.
Sacudió el mantel llenando la vereda de migas que de inmediato se cubrieron de pajaritos que poblaban los naranjos de esta calle de mi ciudad. La algarabía de los pajaritos que picoteaban alimentándose me llenó de placer, interrumpido por algo que como bala saltó de la ventana abierta y de un zar­pazo agarró un gorrión y se metió nuevamente en la casa. Era un gato gris in­menso. Me quedé estupefacta.
-Vio? Ya está acostumbrado, todos los días hago lo mismo, así se ali­menta mi gato.
-Pobres pajaritos, dije. Los engaña.
-No, solo uno sale engañado y siempre es un gorrión. Además el gato se regocija, la naturaleza es así, qué le vamos a hacer.
A mí me dolió el alma, pobre pajarito! Y, me quedé pensando en la diferencia de sentimientos frente al mismo hecho. La mujer estaba contenta pues su gato estaba feliz. Acababa de tener su trofeo, ella lo había alimentado. Además se entretuvo mirando los pajaritos, con cara feliz, consciente solo de haberles hecho un favor. A ellos también los alimentaba. El destino del paja­rito atrapado la tenía sin cuidado, era sólo un gorrión.
Pensé: yo sé, señora vecina de mi barrio, que la vida es así, pero por algo que no podría explicar, no me animaría a engañar a sabiendas ni a un sim­ple gorrión ¿Será que hay diferencias en nuestras personalidades, así como di­ferencias entre los valores que Ud asigna a los pajaritos... Sí, era un simple gorrión! Pero los gorriones también deben sentir dolor y también tienen nidos con pichones a cuidar. Razonadamente quizás Ud tenga razón; los pájaros están condenados a morir desde que nacen, es un proceso natural que el gato solo aceleró y lo mató tan rápido que el pajarito posiblemente ni llegó a tener conciencia de lo que pasaba. Es también cierto que los felinos se alimentan así en la naturaleza. Pero debo de confesarle señora que Ud hirió mis senti­mientos, no solo porque sentí que con premeditación engañaba a un pajarito, sino porque sus manifestaciones eran de estar haciendo una gracia y quería que yo la compartiera. Y para mí eso no fue una gracia, me hirió en el alma Sra. Solo debo agradecerle que me haya dado material para este cuento, pero si sigue haciéndolo ¡Hágalo en el fondo de su casa, no en la vereda, no es virtud para exhibir o correr riesgos de atropellar gente con su ímpetu, así, como pasó conmigo. De cualquier forma, gracias por haberme querido complacer. Esto último fue lo único que me atreví a decir.