viernes, 24 de abril de 2009

De la colección: Mis cuentos que son anécdotas (inéditos)


Y... habría que legislar

Sería el año 1956, más o menos. Me encontraba de practicante en el entonces único hospital de niños de Buenos Aires que hace años lleva el nombre "Ri­cardo Gutiérrez", en homenaje al querido médico-poeta.
Como estudiantes de Medicina en formación, hacía­mos guardias bajo la responsabilidad del médico in­terno de turno. Eran guardias de 24 horas, una por semana, que nos dejaban extenuados. Las diarreas en verano y neumopatías en invierno, sufridas especialmente por lactantes, constituían consultas permanentes, tanto de día como de no­che. La madre con su bebé, acompañada o no de otro familiar, generalmente llegaba integrando un grupo que bajaba del tranvía que pasaba bordeando parte del hospital. Otros pocos bajaban de un colectivo. Pero los grupos que llegaban tenían frecuencia sufi­ciente como para mantenernos ocupados a pesar de haber mayor, menor, ayudante y externo, amén de unos pocos perros, como se denominaban los agre­gados sin cargo rentado. Claro que además debía­mos atender los llamados urgentes de las salas de internados en una época en que el hospital tenía como 800 camas. Es evidente que podíamos adqui­rir práctica pediátrica a un ritmo privilegiado. En una oportunidad en que me encontraba de guar­dia, siendo las 3 ó 4 de la madrugada, llega una seño­ra gorda con un chico como de cuatro años en brazos y aprovechando que estaba abierta la puerta al con­sultorio donde me encontraba, entró directamentey colocó al niño sobre la camilla ignorando la sala de espera y turno para ser atendida. La madre, con una tranquilidad que apabullaba, saca la frazada con la cual tapaba al niño y veo que el chico, pálido y rígido, no respira. Tomo pulso, no tiene. Comienzo la respiración asistida mientras interrogo, pero el
niño no reacciona. Miro a la señora y le pregunto:
—¿Usted es la mamá?
—Sí, me respondió.
—¿Cuánto tardó en llegar acá?
—Como dos horas. Además lo encontré así, no sé cuantas horas lleva sin respirar.
Dejé de querer resucitar un muerto. No respiraba, no tenía pulso, estaba rígido y totalmente insensi­ble a los estímulos y reflejos.
La mujer parecía no tener la más mínima idea de que el chico estaba muerto.
—Señora, le dije: ¿tiene usted otros hijos?
—Sí, me contestó, tengo otro, pero ese nunca me dio problemas.
—¿Y éste sí? ¿Le ha dado problemas?
—Sí, el año pasado también se quedó así como muer­to, lo internaron en un hospital de mi pueblo y al segundo día reaccionó.
—¿Qué? ¿Tuvo catalepsia?
—Sí, esa fue la palabra que dijo el médico cuando lo dio de alta. Porque cuando se despertó estaba bien, me conoció y fuimos de vuelta a casa. Era rutina en Guardia que cuando un chico estaba grave se internaba y medicaba de urgencia hasta que un médico de cabecera de la sala en la cual ingresa se hiciera cargo del paciente. Los casos leves eran medicados y mandados a la casa para que vinieran por la mañana a los consultorios externos en donde eran orientados para ser vistos por los especialistas correspondientes de acuerdo al cuadro clínico. Pero éste no era leve, ni grave. Aparentemente era cadá­ver y ni siquiera de lactante, que a veces veíamos cómo se les morían a la madres en sus brazos camino al hospital. Como no sabía qué hacer, tomé el teléfono y llamé al mayor contando lo que pasaba. Me dijo que llamara al médico interno. Este último, que acababa de acostarse después de hacer una operación de urgen­cia y estaba rendido, me dijo: pero yo estoy para cirugía de urgencia. Si Ud. no puede diferenciar la muerte de la catalepsia, yo tampoco. Sólo le digo que si cree que está muerto no se le ocurra internarlo en una sala. Llame al mayor de guardia y que decida. Sólo dije: gracias, doctor. Me dio vergüenza decirle que ya había intentado transferirle el problema al mayor y no tuve suerte.
Volví a la guardia pensando que si bien no era toda­vía mayor de la misma, tenía que aprender a asumir responsabilidad y que quizás ésta era la forma en que me la ofrecía el destino. Necesitaba pensar para encontrar una salida ética.
Si internaba un muerto en sala, sin duda me expul­sarían del hospital, para colmo era la única practi­cante mujer en ese entonces. Tampoco podía mandar a la madre a su casa con el chico. Le ofrecí una silla junto a la camilla donde estaba el niño y le dije que se quedara observándolo a ver si se movía, hasta que yo volviera.
Y me fui a un corredor del jardín, tratando de poner mis pensamientos en orden. Estaba sola con mi pro­blema, que era: cómo distinguir la muerte de la catalepsia. Lamenté no ser india para dejar al chico en un árbol hasta que se recupere o empiece a dar mal olor; el tiempo iba a dar su respuesta. Pero esas cosas ya no se podían hacer en un país civilizado. Sólo pedí a Dios que me ilumine. En eso llega un enviado del Cielo: vestido de traje de etiqueta negro, canturreando, con un folleto en la mano, alto, rubio, elegante y caminando pausada­mente. ¡Zas! Es el Dr. Becú, este bohemio viene del Colón o de alguna fiesta a su departamento de Ana­tomía Patológica, no ha ido a dormir ni se ha cambiado. Lo alcancé:
—Buenos días, Dr. Becú. ¡Usted es un enviado del cielo! Tengo un niño sin signos vitales y con antece­dente de catalepsia, ¡se lo mando a Anatomía Pato­lógica!
—No, por favor, doctora, que si lo agarra el gallego lo corta. Yo le haría un fondo de ojos previa inyec­ción de fluoresceína, pero no tengo los elementos, dijo el Dr. Becú.
—Entonces dígame qué hago. El caso es así: le di todos los detalles.
Respondió:
—Yo me comunicaría con la morgue judicial, expli­cando el caso por escrito, que quede bien claro que acá llegó así y que tiene antecedente de catalepsia y por eso se envía. Ellos tienen que tener o conseguir los elementos para hacerlo y además nos cubriría­mos legalmente.
—Gracias, doctor, ya mismo hago la nota y llamo por teléfono.
Lo hice y tuve suerte, vino la ambulancia de la morgue judicial a buscarlo y lo mandé con la carta aclaratoria y con la mamá de acompañante, recomendándole que no dejara al niño ni un solo momento, (porque yo tenía miedo que lo recibiera alguien que no leyera previamente la carta).
Cuando terminé la guardia tuve que ir a clase, pero a la salida llamé a la morgue judicial: quería saber qué pasó con el chico. No daban informes por teléfono. Me fui hasta la morgue: estaba cerrada. Al día siguiente, el encargado que me atendió dijo no saber nada. Claro, yo iba como curiosa. Estaba perdiendo el tiempo, nunca me lo dirían. El impacto de este hecho fue tan intenso que lo recordaré mientras viva. Hoy, sin tener que atender niños de urgencia sino como persona formada en los problemas que hacen a la salud y el bienestar de la gente, me pregunto: ¿no tendría que haber una ley que obligue a saber sí el individuo está realmente muerto antes de otorgar el certificado de defunción? A mi paciente, si es que se salvó, lo hizo porque ya tenía antecedentes de catalepsia. ¿Y cuando alguien hace su primer ata­que? Mi tía Anita contaba que uno de mis bisabuelos se salvó porque en Suiza los muertos se velan tres días. En el segundo día salió del ataúd con su morta­ja sorprendiendo a los deudos que casi mueren de susto y después de eso vivió varios años más sin nin­gún problema, a menos que en un segundo ataque no hubiera reaccionado antes del tercer día. ¿Por qué me angustió tanto este caso que aún hoy lo recuerdo? Si todos los hechos tienen un porqué y la emoción recibida fue tan intensa, pienso que en ella había un mensaje a descifrar. Hoy que veo las cosas más claras pienso que el mensaje fue: Y... habría que legislar de manera que no sea posible enterrar a al­guien aparentemente muerto: sea prueba de fluoresceína u otra técnica, o esa tan sencilla como la usada por los indios.

Publicado en la Revista Argentina de Pediatría, año XVI nº 3, septiembre de 1995.

1 comentario:

  1. Delicioso relato. Una postal de la medicina que fue antes de la deshumanización actual, donde los paciente s son un diagnóstico y no una persona. Me dio gusto leerte. Abrazo
    gustavo.
    Te invito a leer mi blog
    www.gustavocrestanarrador.blogspot.com

    ResponderEliminar