viernes, 1 de mayo de 2009

Eran grandes medallones

Pasó en el Norte de Brasil, en plena selva amazónica, donde los caboclos hablan una lengua mezcla de portugués con vocablos indígenas por lo que a veces no estaba segura de comprenderlos. Ibamos a un cam­pamento construido por el ejercito cuando hacían la carretera transamazónica, que nos habían cedido para realizar los estudios epidemio­lógicos de una enfermedad hemorragica aparecida en Altamira y alrede­dores.
El equipo que me acompañaba estaba constituido por un grupo de brasileños entre los que se encontraban un entomólogo, un ornitólogo, un zoólogo y un cocinero que salieron el día anterior al de mi parti­da, seguramente para hacer habitable los tinglados y contratar a un cazador de la zona para que nos proveyera de carne para nuestra ali­mentación durante la estadía.
Salimos de Belén, de Pará, estado del norte brasileño en un taxi aéreo conjuntamente con un contraparte local durante mi consultoría, que era una epidemióloga brasileña, y volamos desde allí hasta Altamira, pasamos la noche en el hospital local.
Al otro día vinieron a buscarnos en un jeep, subimos mi contra­parte, una técnica y yo, que junto con el chofer compartíamos un largo viaje a través de la carretera polvorienta que habían abierto a tra­vés de la selva. Estoy hablando de los primeros años de la decada de 1970. Ibamos hacia el campamento de investigaciones epidemiológicas donde planeábamos estar una semana buscando artrópodos y pequeños animales que pudieran portar el agente causal de la enfermedad.
Mientras viajábamos en jeep me contaron que había que bañarse en un río lleno de lampalaguas y que por sanitarios tendríamos un pequeño pozo circundado con troncos que estaba alejado de los tingla­dos. Para ir había que hacerse acompañar con un soldado de escolta (el ejército nos había provisto de dos o tres) pues había muchas ví­boras y una onza cebada pues ya se había comido uno de los soldados hacía unas dos semanas. Yo me reía, pues creí que me estaban cargando, y además dije que no me preocupaba pues no pensaba bañarme en el río. Pregunté que son las lampalaguas que decían que allí abundan: me con­testaron que son grandes serpientes que hay en esa región amazónica que son capaces de enrollarse rápidamente en un humano o un animal grande y lo aprietan hasta matarlo, son en realidad boas constrictoras.
Gioberta, mi contraparte, me aclaró que aunque no quisiera me iba a tener que bañar en ese río pues no había otra forma de higienizar­se y que llegaríamos tapizados de polvillo, pero que no tuviera miedo pues ella me iba a acompañar y además estaría la custodia, que eran dos soldados, cuidándonos.
Mientras tanto continuábamos nuestra ruta el jeep levantaba un polvillo rojo que nos asfixiaba y yo me limitaba a escuchar los comen­tarios que los brasileños hacían entre ellos: que los taxis aéreos tenían prohibido volar después de las 16 hs. pues si caían en la sel­va ya no tenían tiempo de encontrarlos; fue por acá que las excavado­ras sepultaron vivos a una mujer y los chicos que iban en un carro. Cuando se percataron del accidente decidieron dejar todo ahí porque hasta que los pudieran desenterrar iban a estar muertos por asfixia. Entonces pregunté ¿Y los caballos? Al igual que los humanos también quedaron bajo toneladas de tierra, fue por acá.
A medida que pasaba el tiempo vi como mis acompañantes se iban convirtiendo en esculturas de terracota. Es que ese polvo rojo del ca­mino se pegaba en la piel transpirada por el calor, y en las ropas, de manera que a poco de andar les blanqueban los dientes cuando reían y también las escleróticas de sus ojos abiertos. Me di cuenta que yo también tenía que estar así y la distancia era de tres o cuatro horas. Me empecé a inquietar, la sensación de la piel así tapizada, que ya no puede perspirar da una sensación muy desagradable, de asfixia, es so­focante. Gioberta me dijo: vas a ver que cuando lleguemos no te van a importar las víboras y te vas a bañar en el río, porque no hay elec­ción, o dejas respirar la piel o te morís.
Fue cierto, ni bien llegamos fuimos desesperadas al río a bañar­nos, con dos soldados armados de escolta. No lo pude creer, parecía un criadero de víboras gigantes. Un soldado disparó con su fusil y nos hizo un claro para que nos bañemos Gioberta y yo. Nunca me bañé tan
rápido ni con tanta desesperación, a dos o tres metros a la redonda ya estaban las víboras arrolladas algunas, extendidas otras, cuan lar­gas eran. Gioberta me dijo que me apurara y no mirara, que quienes mi­ran y cuidan que no nos ataquen son los custodios que saben hacer su oficio. ¡Oh, Dios, creo que nunca me vi en una situación peor! Era todo cierto, hasta lo del retrete.
Ni bien terminamos de bañarnos nos acompañaron al tinglado que tendríamos como vivienda, estaríamos una semana y para cada uno había una hamaca paraguaya o coy para dormir, cada cual con su mosquitero. La escolta se tenía que turnar para dormir pues debían hacer guardia nocturna culpa de la onza cebada que merodeaba el campamento. General­mente quedaban siempre dos hombres despiertos, siempre un técnico acom­pañaba a un escolta porque el peligro era real.
Para alimentarnos habían llevado fideos, arroz, porotos y todas aquellas cosas que podían conservarse a temperatura ambiente. No te­níamos heladera y con el calor de la zona era necesario procurar la carne día por día.
En esa selva tupida con arboles gigantes y lianas cazar no es tarea fácil. Mirando desde el suelo, de los árboles solo se ve parte de sus troncos tapizados de lianas y mirando hacia arriba sus copas se ven como un cielo enverdecido, confundiéndose con él.
Uno de los tinglados correspondía a la cocina, allí estaban los productos que custodiaban a temperatura ambiente, las cacerolas y pa­rrillas, vasijas con agua hervida que se sacaba del río y permanente­mente fuego encendido con leños que recolectaban en la zona.
Un día nos encontrábamos comiendo sentados alrededor de una me­sa en el tinglado y viene el cazador a decirme algo. Yo, que estaba en­tretenida en comer ese guiso de arroz y grandes medallones con salsa de tomates creí no comprender lo que me decía. Le pregunté a Gioberta ¿Quién es este hombre armado? Y me dice: el cazador. Le entendí que me pide disculpas porque hoy no tuvo suerte, mató un pájaro pero se le cayó en la selva y no ha podido traer carne a nuestra mesa.
-Sí, entendió bien, eso dijo.
Pero yo estoy comiendo carne, por eso no entiendo.
-Pero a esa carne no la trajo él, sino el cocinero. Es una lampa­lagua que mató porque se le metió en el tinglado. Mira la columna, allí
enfrente, la del medio, del tinglado donde está el cocinero, ha puesto el cuero a secar.
Miré el cuero extendido, luego la forma y tamaño de los medallo­nes que estaba comiendo, exquisitos a mi gusto, bien aderezados y com­prendí todo ¡Estaba comiendo víbora! Sentí como si se me hubiera ce­rrado la boca del estómago. Un estado nauseoso me invadió y por razo­nes psicológicas que no sé explicar no volví a comer mas que galletitas en los días que restaron de mi estadía en ese campamento.
Cuando regresé a Belén conté a uno de mis amigos brasileños lo que me había pasado. El también era médico y hacía investigaciones. Me dijo: yo tuve una experiencia peor. Cuando vino un americano a pro­bar la vacuna contra sarampión en una tribu autóctona de la región tuve que acompañarlo. Fuimos a un lugar donde hacía un tiempo había ido un misionero a enseñar a cocinar los alimentos. Los indios hacían fuego, colocaban una olla y metían un mono entero con tripas y todo a cocinar. La olla resultaba chica y por la parte de arriba asomaban la cabecita y las manos del mono en posición suplicante. Parecía un niño pequeño implorando. Estuve una semana y durante todo ese tiempo lo único que pude comer fueron bananas y cuando llegué no podía ni ver las bananas, hasta que por suerte superé el problema.
Me quedé pensando ¡Qué complicada es nuestra mente! Si después de todo eran grandes medallones con gusto a guiso. Por qué me afectó tanto? Si hubiera cambiado la imagen mental que formé y pensado, por ejemplo en las hermosas arenas rosas del Tapajoz, afluente del Amazonas, que también tuve oportunidad de ver en ese viaje, quizás no hubie­ra reaccionado así. Hoy las serpientes son exquisiteses exóticas de restaurantes caros.

Publicado en Antología SADE Delta Bonaerense: "Nosotros y nuestros invitados". Págs 95-100. Septiembre del 2001.

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